jueves, 23 de diciembre de 2010

Saudades de montaña rusa

Cada vez estoy más convencido de que la frase "cualquier tiempo pasado fue mejor" es completamente inexacta. Por supuesto que podemos estar en algún momento puntual algo mejor que en otro, y que la vida es una montaña rusa en la que solemos subir a base de esfuerzo y con lentitud y que, casi sin avisar, nos deja caer por nuestro peso a velocidades que ni imaginamos. Pero no es eso lo que quiero decir.

A lo que me refiero es a que ese pasado idílico que recordamos todos –ya sea la infancia, aquel primer amor de juventud o los años combativos y subversivos de la universidad– son a la postre recuerdos de un tiempo que hemos vivido porque teníamos que hacerlo para sentar la base de la nostalgia del futuro.

Después de años de insatisfacciones, decepciones y desengaños más o menos habituales, he comprendido por fin en qué se basa la realidad: en anhelar algo que nunca tendremos, algo que intuimos hace años, que vislumbramos durante aquellos años felices pero que nunca pasará de un espejismo. Somos profundamente desgraciados; en mayor o menor medida, nuestras circunstancias y nuestras personalidades nos hacen seres incompletos, inseguros, insatisfechos. La 'saudade' de la que hacen gala nuestros vecinos portugueses en su personalidad colectiva se acerca mucho más a lo que somos todos. Es decir, ellos son más realistas y ven la vida mejor de lo que nosotros, los españoles apasionados y fiesteros, nunca podremos ver.

El pasado, aquel período de tiempo en que fuimos tan felices, es una etapa necesaria para forjar la personalidad de lo que somos como adultos. El propio desarrollo vital hacia la madurez es un proceso de degradación contra el que no podemos luchar: sólo nos lleva, siempre, a peor. Esa montaña rusa puede tener algún pequeño repecho que nos haga pensar que hemos mejorado; es mentira. En el proceso de caída, la propia gravedad nos empuja hacia abajo siempre, sin marcha atrás posible dada la fuerza con la que se mueve el carro que avanza enloquecido por los raíles metálicos.

Aunque pueda parecer una visión negativa de la existencia, después de tener esta revelación me siento mucho más ligero de equipaje. Descargar de culpabilidades y reproches la propia desgracia es lo mejor que puedes hacer. Es profundamente liberador asumir que nada de lo que hagas va a mejorar tus perspectivas de futuro ni acercarlas a ese sueño dorado que nos vende el sistema –un artificio creado por algunos para intentar escapar del destino a costa de los demás–.

(...)

He releído todo el texto anterior y me da un poco de miedo haber llegado a esta conclusión. En fin, quizá todo este desbarre existencialista se deba a que hoy necesito echar un polvo tanto como el comer. Sentir un rato la piel de otro para descansar de tanta revelación liberadora por medio de un rato (corto) de sexo salvaje. De convertirme por unos minutos en un animal inconsciente. Sí, debe ser eso. No me hagáis mucho caso.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Un, dos, tres

Por veinticinco pesetas, díganos cosas grandes como, por ejemplo, el océano Atlántico.

- El océano Atlántico.
- La cara dura de Zapatero.
- La sonoridad de una sinfonía de Mahler.
- El sueño que te queda cuando suena el despertador el lunes.
...
- Los huevos de quien hace como que no te conoce cuando está con sus amigos en un congreso en el que coincidís y, sin embargo, se acerca a saludarte cuando estás con los tuyos tranquilamente tomando una cerveza en un bar. Ese que tiene la gallardía de decirte "quiero volver a verte" y nunca más se supo. El que llega a la conclusión de que no quieres que te vean con él y te suelta que "te veo incómodo", como si te conociera de algo. El que te pidió que no escribieras nada en tu blog sobre su reacción infantil a la noticia de que eres seropositivo porque "necesito tiempo". El mismo que se despide diciendo "llámame un día" y nunca te dio su teléfono. Ese mismo que...

Campana y se acabó.