lunes, 28 de noviembre de 2011



Hace muchos años —más de diez, una eternidad— tuve un novio que estaba obsesionado con que The Cranberries, aquel grupo irlandés de los noventa, cantaba su vida en cada canción. Años después, hará ahora unos cinco, conocí a otro que se empeñaba en que Texas —escoceses esta vez— eran como una banda sonora programática de todo lo que le pasaba. ¡Cuántas veces me habré mordido la lengua en presencia de ambos cuando insistían en tal patraña adolescente! Por lo que sé, todavía hoy siguen, por lo menos el segundo, que ya no cumplirá los treinta, empecinados en verse reflejados en cada canción.

He venido pensando en ellos en mi camino de vuelta del trabajo. En el autobús, a esta hora lleno de gente solitaria que casi ni habla tras la jornada laboral o de estudios, me dispuse a descubrir el último disco de La Casa Azul, publicado hace unos días bajo el título de La Polinesia meridional. Como digo, pensé en aquellos dos amigos cuando me descubrí a mí mismo reconociéndome en las canciones. Lo malo, y lo que resulta hipócrita tras el primer párrafo de esta entrada, es que no es la primera vez que me pasa, de hecho ya lo conté aquí hace más de tres años.