lunes, 28 de noviembre de 2011



Hace muchos años —más de diez, una eternidad— tuve un novio que estaba obsesionado con que The Cranberries, aquel grupo irlandés de los noventa, cantaba su vida en cada canción. Años después, hará ahora unos cinco, conocí a otro que se empeñaba en que Texas —escoceses esta vez— eran como una banda sonora programática de todo lo que le pasaba. ¡Cuántas veces me habré mordido la lengua en presencia de ambos cuando insistían en tal patraña adolescente! Por lo que sé, todavía hoy siguen, por lo menos el segundo, que ya no cumplirá los treinta, empecinados en verse reflejados en cada canción.

He venido pensando en ellos en mi camino de vuelta del trabajo. En el autobús, a esta hora lleno de gente solitaria que casi ni habla tras la jornada laboral o de estudios, me dispuse a descubrir el último disco de La Casa Azul, publicado hace unos días bajo el título de La Polinesia meridional. Como digo, pensé en aquellos dos amigos cuando me descubrí a mí mismo reconociéndome en las canciones. Lo malo, y lo que resulta hipócrita tras el primer párrafo de esta entrada, es que no es la primera vez que me pasa, de hecho ya lo conté aquí hace más de tres años.


jueves, 15 de septiembre de 2011

¿Fue posible que yo no te supiera
cerca de mí, perdido en las miradas?

Los ojos me dolían de esperar.
Pasaste.

Si apareciendo entonces
me hubieras revelado
el país verdadero en que habitabas!

Pero pasaste
como un Dios destruido.

Sola, después, de lo negro surgía
tu mirada.

Jaime Gil de Biedma


Con el gran Gil de Biedma empezará una carta que recibirás muy pronto. Hoy he empezado a escribirla a modo de declaración de independencia. Diez años después, quiero por fin desprenderme de tu recuerdo. No quiero verte ni siquiera en esos sueños que vivo con más alegría que mis vigilias. Tu mirada, que surgía de lo negro de mi prehistoria, es hoy un cielo que ‑a pesar de su azul intenso‑ me agobia como nunca.

jueves, 14 de julio de 2011

Sueños

Cada noche te veo en sueños. A falta de mayor relación en eso tan vulgar que llamamos 'realidad', me gusta quedar contigo cada noche en un sitio diferente. Lo normal es verte en horizontal para saborear tus besos (¡cómo me gusta verte así!) pero otras veces te encuentro en otras situaciones. 

En nuestra última cita, la pasada noche, era una tarde calurosa e íbamos en un autobús urbano cuando tres estudiantes americanas empezaban a lanzarte flechas, a ver si te cazaban. Y recuerdo perfectamente tu voz diciéndoles "I'm not much into women", mientras volvías tu mirada, tan azul, hacia mí para sonreír. Una de ellas encendía después un cigarro y entonces tú ibas hacia el conductor para avisarlo de la infracción. Siempre has sido así de correcto. 

Hoy me espera un día infernal en el trabajo y con varios encargos que tengo pendientes (¡sin ninguna gana!). Lo único que quiero ahora es que llegue la noche y volver a encontrarte, no sé dónde nos veremos. 

sábado, 2 de julio de 2011

Asocial





"Todo individuo es tanto más sociable cuanto más pobre de espíritu y, en general, cuanto más vulgar es".



Acabo de leerlo en la antológica Museo de los Horrores, una página personal tan 1.0 que gusta solo de entrar. En ella, el autor atribuye la máxima a Arthur Schopenhauer. Da igual, es como si la hubiera escrito yo mismo en la noche de ayer.

Parece que estoy alcanzando unas cotas de refinamiento imposibles e inimaginables en mí hace unos años. Ese hombre que era el centro de atención de manera comedida pero eficaz, sin estridencias pero bordeando el histrionismo con frases categóricas y sentencias basadas en el último pensamiento que se pasaba por la cabeza, convenientemente disfrazadas de razonamientos de meses. Todo se ha derrumbado.

Anteayer fui a comer caracoles con una horda de amigos y en un momento dado (de hecho, aún no había probado el primero) me levanté y me fui, haciendo una de esas ocho-trece más propias de noche de sábado rozando la mañana del domingo. Me fui y a los diez metros ya estaba refugiado en la envolvente calidez de Chaikovski, sonando al 60% en mi iPod. El camino hacia casa duró lo que tarda la sexta sinfonía en anunciar el final made in San Petersburgo que le sobrevendría al autor a los tres meses de estrenar la obra.

Que no, que no, que ya no me gusta la gente. Me di cuenta ayer chateando un rato por el Grindr con el primero que pasaba. Llegué a decirle que "lo que yo busco no existe", anulando cualquier tipo de esperanza por su parte (otra cosa es que luego me envió su foto y, sí, ciertamente estaba lejos de ser lo que yo busco aunque, en realidad, es normal porque esto último n'est pas plus).

Hoy emprendo mi nueva huida. Dejo un piso de alquiler por uno propio que promete convertirse en un búnker a prueba de balas, de propuestas y de desilusiones. De hecho, casi no he invitado a nadie a verlo desde el día de la compra ni, mucho menos, desde que terminó la reforma integral. Es mi casa, mi castillo, el lugar donde nada ni nadie entra si no es como aquello que no existe. El colmo del refinamiento, diría Schopenhauer, es vivir en un barrio popular de una ciudad callejera... pero encerrado en una cápsula que se aísla del mundo. Pareces blancas, lisas, maderas claras, algún cristal separador de espacios y, sobre todo, ventanas gruesas y aislantes subvencionadas por el gobierno. El mismo que me paga las píldoras para seguir viviendo me ayuda a pagar las paredes de mi refugio.

miércoles, 1 de junio de 2011

What if...?



¿Ni siquiera estás agradecido, a que no?

¿Agradecido? ¿Por la peor experiencia de mi puta vida?

Estás agarrado a tu dolor como si sirviera para algo. Te diré una cosa: no vale una mierda. Pasa la página. Tienes mil cosas por hacer y solo te empeñas en quejarte.

Bueno, ¿y qué se supone que tengo que hacer?

¿Tú qué crees? ¡Puedes hacer lo que quieras, gilipollas! ¡Estás vivo! ¿Qué importa un pequeño dolor frente a eso?

No puede ser tan sencillo. 

¿Y si lo fuera?

Traducción libre de la escena final de la cuarta temporada de Six feet under. 

jueves, 5 de mayo de 2011

Una palabra tuya...

...bastaría para sanarme. Más o menos, claro. Por lo menos, curaría ese nudo en la garganta que vuelve a tenerme todo el día con principios de asfixia. 

Nadie dijo que esto fuera a ser fácil. He pasado por miles de cosas en los últimos cinco años: cambios de ciudad, de trabajo, de amigos, vuelta a empezar. Períodos más desenfrenados, seguidos inmediatamente de otros mucho más asociales. Mis CD4 se han mantenido en su sitio y mi salud física ha estado perfectamente. He ido al gimnasio con regularidad, he estudiado idiomas. He dado pasos enormes en mi situación financiera y he ido progresando, a pasos insultamente grandes, hacia una madurez que apremia justo ahora que mi vida llega a su cuarta década. 

Ahora echo la vista atrás y descubro, con horror, que ya han pasado diez años desde aquel día de abril en que te conocí. Yo con diecienueve recién estrenados, tú aún con tus dieciocho. Un chat cualquiera de los de entonces. Una animada charla de horas, seguida por un pequeño incidente que estuvo a punto de causar que mi vida hubiera sido totalmente diferente. Te reirás recordándolo: recuerdo cómo sin querer al levantarme de mi silla para ir al servicio o a por un vaso de agua mi pie apretó el botón de apagado de aquella primitiva y enorme CPU de ordenador que estaba bajo mi mesa y cómo el ordenador se quedó en negro a los tres segundos. Aunque lo reinicié y volví a buscarte, tú ya no estabas conectado. Pensé no volver a leerte más y la angustia adolescente me invadió. 

Sin embargo, las neuronas aún entonces me daban para algo y tuve una idea genial: conectarme el siguiente día, a la misma hora y al mismo canal de chat. Y allí estabas, de nuevo. Evidentemente habías tenido el mismo pensamiento. Desde aquella segunda tarde hasta la de hoy ha pasado toda una década. Diez años en los que hemos vivido de todo. Indiferencia por tu parte, amor apasionado por ambas. Separación en busca de nuevos horizontes, desilusión y vuelta a pensar en ti. Nuestros caminos se separaron durante tres o cuatro años y luego, como por empeño del destino, otro día volvimos a cruzarnos. Hemos compartido trabajo, proyectos. Amigos, noches de fiesta, alguna que otra cita para ir a comer como buenos ex. 

Pero yo te he seguido queriendo siempre. Igual que aquella tarde en que empezamos a chatear. Heme aquí, otra vez tecleando para decirte lo mucho que te echo en falta. No ha pasado uno solo, de los 3.600 días que me separan de aquella primavera, en el que no hayas estado en mi mente.

Ya no sé qué más hacer. Como aquella Penélope que esperaba en un banco de la estación, sigo aquí aguardando a volver a verte como antes. Como en aquella horrorosa canción de Mecano, solo quiero que la fuerza del destino nos vuelva a juntar. "Pues si el invierno viene frío, quiero estar junto a ti". Valiente moñada pero qué aguda descripción. Lo has clavao, nachocano.

Esta desesperación no tiene cura, aparentemente. Sin embargo, sigo soñando con que un día digas de una vez esa palabra que bastará para sanarme. En esta época en la que atravieso mis horas más bajas desde hace muchos meses, solo quiero esperar a que vuelvas. En esta etapa en la que ya no creo en nada, solo puedo tener fe en que un día —aunque sea dentro de veinte o treinta años— vengas a buscarme, a darme un abrazo y a quererme si acaso en una décima parte de como yo lo hago. 

Es tarde. Hasta mañana, sea eso cuando sea.