miércoles, 15 de septiembre de 2010

Alineando los planetas

Puede que muy pronto me vea otra vez huyendo y sin despedirme, como Manuela en Todo sobre mi madre. En estos últimos días, semanas o meses estoy sintiendo que quizá vuelva a ser hora de cambiar de aires.

El trabajo, monótono, absurdo, sometido a las reglas del juego político o de apariencias que baña a la sociedad de esta ciudad, me está asfixiando. Para colmo, las condiciones no hacen más que empeorar, con retrasos en las nóminas y zancadillas entre departamentos para hacerse la vida y los proyectos imposibles.

Las relaciones sociales han ido marchitándose, poco a poco, por falta de riego y mayores cuidados. Donde antes se extendía una ladera llena de flores, plantas y frutales, hoy sobreviven apenas dos o tres malas hierbas que se agarran a la tierra seca y cuarteada. Por no quedar, no me queda ni deseo sexual: ya casi ni me conecto a las redes de contactos por un calentón de esos que antes terminaban con una paja mal hecha frente al ordenador y hoy terminan solos, sin tocarme, cayéndose a los pies como las hojas marchitas se caen tras dar brío a las ramas de un árbol.

Ni siquiera mi relación con la tierra es ya la que era. No disfruto de la gente, de los paseos por las calles, de las historias que escucho en cada esquina y que antes me apasionaban y me hacían reír. Estoy igual de lejos de mis raíces que hace diez años... aunque parece que cada día me pesa más esta distancia absurda. 

Parece mentira que, aunque oigamos mil veces que al lugar donde hemos sido felices no debiéramos tratar de volver, acabamos volviendo y dándonos de bruces contra los mismos muros que nos acorralaban antaño. Después de cada aventura que consigo tener por el mundo adelante, nunca más larga de un año, acabo volviendo al lugar donde descansan mis cenizas para ver si, como Lázaro, soy capaz de encontrar a alguien que las devuelva a la vida. Pero no. No he conseguido nunca volver al éxtasis juvenil de los veinte años, en los que veía con insconsciencia que mi vida estaba encaminada y resuelta.

Sin embargo, he visto la luz. Como un cometa que pasa una vez cada ochenta años, he visto una nueva aventura en la que embarcarme. En medio de un caos cósmico, la cola del asteroide ha asomado por un extremo de la bóveda celeste y me ha dado tres meses para decidir qué hacer. Doce semanas para preparar mi maleta o mi macuto espacial de espacio limitadísimo para saber qué llevarme y qué abandonar, para siempre, en tierra. O al menos, hasta la próxima vuelta. Cambio de país, de idioma, de amigos. Sin trabajo pero con expectativas de volver a ser el que fui o, si no lo consigo, por lo menos de pasar desapercibido. Parece mentira que se pueda decidir algo tan rápido... o no: en realidad, hace tiempo que lo sabía. Pues nada, otra vez a huir sin despedirse. 

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